Estampas amables Por Ciro Bianchi Ross Más de 60 familias con apellidos franceses radican hoy en Baracoa, ciudad primada de Cuba y maravilla de la naturaleza insular. Sus antecesores llegaron a la villa en los días de la revolución haitiana. La ira de los esclavos los privó de casi todo lo que poseían en la vida, pero pudieron escapar de Haití con la cabeza sobre los hombros y, ya en Baracoa, propagaron sus modas y costumbres, su filosofía y literatura y se dieron a controlar la economía de la región, lo que consiguieron en buena medida. Tras esos franceses llegó a Baracoa el doctor Enrique Faber. Bien parecido, simpático, buen médico, el tipo no cejaba de jactarse de su condición de cirujano en los ejércitos napoleónicos. Su popularidad y su prestigio crecían por día, y no faltaban, por supuesto, las muchachas casaderas —y algunas casadas— que suspiraban a su paso y lo hacían venir con el pretexto de cualquier indisposición repentina. El francés Faber, sin embargo, parecía escaso de apetitos. No gesticulaba ni alzaba la voz; no bebía aguardiente ni frecuentaba los lupanares. Su bondad era casi franciscana: cobraba bien a quienes podían pagarle y asistía gratuitamente a los pobres. Tenía, sí, una debilidad. Los ojos se le iban detrás de Juana de León, una criollita sensual y gratamente formada y a quien la cara le relucía como una moneda nueva. Un día, venciendo su timidez, se acercó a la joven; lo correspondieron, los amores concluyeron en matrimonio y, como en los cuentos, los esposos vivieron muy felices hasta que la noticia se corrió por la ciudad y el comentario provocó la intervención de las autoridades. Sucedió que una esclava doméstica vio más de lo que debía y descubrió, espantada, que el doctor Enrique Faber era una mujer. La justicia decidió comenzar por el principio y dispuso que el doctor fuese reconocido por un grupo de médicos que por mera coincidencia eran los mismos a los que el francés había quitado la clientela desde su llegada a Baracoa. Faber, ya más Enriqueta que otra cosa, supo lo que le esperaba con aquellos galenos que debían determinar su condición y confesó la verdad sobre su sexo en el intento de evitarse la humillación a la que la someterían sus colegas, que le ordenarían desnudarse hasta el último trapo para examinarla al derecho y al revés. Ni modo. El reconocimiento fue tan inexcusable como riguroso y el resultado confirmó la acusación de la esclava. Luego, ante el oficial de la justicia, Enriqueta dijo lo que tenía que decir: viuda, usurpó el nombre y los documentos de su esposo, que le había transmitido sus conocimientos, y una buena provisión de anécdotas de sus andadas en los ejércitos napoleónicos, y salió a probar suerte por el mundo hasta que llegó a Baracoa, donde la colonia francesa le garantizó un trabajo estable. La Iglesia anuló el matrimonio y los tribunales condenaron a Enriqueta a diez años de reclusión en la Casa de Recogidas, de La Habana. Apeló ella la sentencia y la Audiencia de Puerto Príncipe, al ventilar su caso, fue benévola: debía servir, vestida de mujer, durante cuatro años, en el hospital habanero de Paula. Enriqueta escapó de ese centro asistencial en la primera oportunidad. La capturaron y enviaron a prisión y en la cárcel estuvo hasta su deportación a Nueva Orleáns. ¿Y Juana de León? No renunció a las vanidades del mundo ni la abrumó la vergüenza. Ocho años después del suceso, y en la propia ciudad de Baracoa, contrajo matrimonio con un señor de recta e insobornable virilidad. (Respuesta al lector Enrique Gaínzo) EL TREN DE ZANJA Como una estampa amable del pasado califica el escritor Eduardo Robreño al tren de Zanja, llamado también de Marianao. Se inauguró en 1863. Salía del paradero de Concha, en la actual Plaza de Carlos III, y rendía viaje en Los Quemados, en el vecino municipio, hasta que en 1884 su recorrido se extendió hasta la playa, donde luego se construyó el Club Náutico. Desde 1914 inició su periplo en Zanja y Galiano. De esa esquina salía cada 15 minutos, y cada una hora a partir de las 12 de la noche, un vagón grande y cómodo, al que se sumaban dos más en horas pico y en días de mucho tráfico. Se trataba, recuerda Robreño, de un viaje rápido. El recorrido exacto era de 13,49 millas (25,2 kilómetros) y el tren demoraba 23 minutos en desplazarse entre la estación de Carlos III y la playa. Se deslizaba, lento, por Zanja, con paradas obligatorias en Manrique, Lealtad, Belascoaín y San Francisco. A partir de aquí se introducía bruscamente en un túnel que pasaba por debajo de Carlos III. Para salir a la calle desde esa estación debía subirse por una empinada escalera. Paradas obligatorias eran también las de Infanta, San Martín, parque de Tulipán y Cerro antes de que el tren llegara a Ciénaga. Tomaba entonces la cuesta de Puentes Grandes, bordeaba El Husillo y arribaba al apeadero de Ceiba. Venía después la estación de Buenavista y luego la de Los Quemados, antecedida por los apeaderos de Columbia y Pogolotti. Durante años ese tren dio servicio diario a miles de pasajeros, no solo a aquellos que trabajaban en La Habana y vivían fuera —o al revés— sino a los que querían disfrutar de las playas del oeste de la capital y a decenas de adolescentes y jóvenes que preferían los terrenos de La Panadera —ocupados después por Maternidad Obrera y otros edificios aledaños— para sus entrenamientos y campeonatos de pelota manigüera. Un día se dispuso que el tren de Zanja dejara de salir. Se le consideró un peligro, dada la cantidad de vehículos automotores que circulaban ya por la capital y la ciudad vecina. Las paralelas por donde corría fueron rápidamente levantadas y se desmantelaron estaciones y apeaderos. Pese a todo, algunos recuerdos aislados sobreviven de esta estampa amable del ayer. (Respuesta al colega René Massola) ALMENDARES PARK El Almendares Park, el parque de Carlos III, como llamaba el cronista Eladio Secades a ese estadio de "pelota americana", se hallaba sobre el área que ocupa hoy la Terminal de Ómnibus de La Habana. En realidad, ese fue el segundo Almendares Park. El primero se ubicó donde luego se construyó el parque que limitan las calles Lugareño, Luaces, Almendares y Bruzón, y donde, en 1957, en ocasión del centenario de la publicación de El libro de los espíritus, se erigió un busto a la memoria de su autor, Allan Kardec. Un busto con una curiosa historia que alguna vez relataré: a alguien un día se le ocurrió retirarlo del lugar y Kardec, sin ley y sin mano, se vengó de todos los que lo mantuvieron en las sombras. El Almendares Park tenía un amplio portalón de madera pintado de azul. A la derecha estaban las taquillas para el expendio de las entradas: 50 centavos para la glorieta y 25 para las gradas de sol. Entre el home y la primera base se hallaba el banco de los peloteros que, dividido por un tabique, servía tanto para los visitadores como para los home club. Encima, el palco de la prensa. El primer Almendares Park fue escenario de los éxitos de José de la Caridad Méndez, el Diamante Negro. En una época en que los negros tenían vedado el acceso a las Grandes Ligas, Méndez se cubrió de gloria al anular a los más brillantes bateadores norteamericanos. En el segundo Almendares jugó, con los Gigantes de Nueva York, el gran Babe Ruth, que palideció en esa temporada frente a tres imparables que conectó Cristóbal Torriente, el más grande bateador natural que dio Cuba. Con todo, la serie más emocionante de las que se jugó allí fue, se dice, la de 1922-23 y en la que el club Marianao se alzó con el campeonato frente al Habana con el apretado marcador de dos por una en el último juego. La novena roja, que contaba con figuras como Adolfo Luque y Miguel Ángel González, no pudo esa vez con la pelota de altos quilates que Merito Acosta hizo jugar al Marianao. El ciclón del 26 derrumbó parte de las glorietas del Almendares Park. Se reconstruyeron, pero ya los días de la instalación estaban contados. A partir de 1930 sirvió de potrero, aunque el Atlético de Cuba celebró allí algunos juegos de fútbol. Después, ni eso. Antes de que en 1952 se emplazara la Terminal de Ómnibus, lo que fue el Almendares Park sirvió de asiento a un barrio marginal llamado La Pelusa. (Respuesta a la lectora América Valdés) Reproducido por cortesía de http://www.islasi.com |